El invierno pasado en Crested Butte fue legendario. De esos que formarán parte de la memoria colectiva de los “amantes de la nieve y eventos meteorológicos” durante décadas a venir. Pero incluso cuando nos hallábamos inmersos en nuestro propio cuento de hadas y mientras afanosamente horadábamos túneles para entrar en las casas, había un pensamiento colectivo que periódicamente nos pasaba por la cabeza: el hecho ineludible de que la primavera que seguiría iba a ser proporcionalmente épica. Y así lo fue.
A mediados de abril, y como es costumbre por estas tierras, la estación cerró sus puertas con mas nieve de la que jamás han visto muchas estaciones de esquí que me vienen a la cabeza.
Desde el pueblo, la cumbre de la estación era una visión incongruente, como si fuera un enorme y delicioso cucurucho invertido de helado al que nadie podía hincarle el diente... a excepción de los bastantes autóctonos que a ella subimos a pie o con las pieles puestas para bajar las cremosas pistas y las agradables bañeras suavizadas por la acción solar y la falta de tráfico.Pero aunque la nieve fuese tan suave como el ano de un gusano de seda, la estación era la estación y ya la había esquiado “ad nauseam” durante el invierno. Yo tenía mis ojos puestos en la inmensidad montañosa que rodea Crested Butte.
Gracias a la abundante cobertura y grosor de la nieve, las condiciones eran idóneas para hacer largas travesías y ascensiones a las montañas mas remotas de la zona.
Se acabó hacer yoyós en la pala de turno y de reprimir nuestro espíritu por culpa de los aludes o el frío.
Era hora de destaparse y salir a explorar.
Culto al Sol
Cual pingüinos apalancados al sol sobre un insólito islote a la deriva
en un mar blanco de montañas, el grupo de amigos ocupaba
casi al lleno la piramidal cumbre de Mineral Point, una emblemática
montaña que a modo de imponente centinela domina la
cabecera del amplio valle de Crested Butte, tentándonos durante
todo el invierno con su prohibida cara este.
Nos hallábamos a principios de mayo y el ambiente estaba saturado
con una energía vibrante y festiva. Olía a chocolate caliente
y a canutos y un sol radiante iluminaba las caras felices y
curtidas de la docena de esquiadores que habíamos peregrinado
hasta aquí para celebrar a nuestra manera la llegada de la
primavera y todas las delicias sensoriales que eso implica.
Tres horas antes, mis cotas de regocijo no eran las mismas. La
aproximación hasta la base de la montaña exige seguir el largo y
casi completamente llano valle de Slate River, una pateada que
cuando nos hallamos física y mentalmente predispuestos añade
un par de horas a la esquiada. Pero en esta ocasión y con intención
de mantener la cohesión del grupo nos decidimos a hacerlo
con la ayuda de las motos de nieve.
Porqué solo había disponible un limitado número de skidoos,
a algunos del grupo nos tocó ir a remolque. A primera vista eso
podría parecer una brisa, pero a 50km por hora, rebotando y
traqueteando sobre la superficie áspera y todavía helada como
una piedra de a primeras horas de la madrugada, acabas con el
cuerpo entero en un rigor mortis que ni todos los masajes turcos
del mundo te sacan de él. Para mí, y me podéis llamar freerider
de pacotilla si queréis, no hay nada como el viejo método de
auto-propulsión por más lento que éste pueda ser.
Cuando por fin dejamos las motos de nieve a pie de montaña me
invadió una cálida ola de bienestar y alivio. Ahora venía lo bueno.
Con los esquís atados a la mochila fuimos a buscar la cara
este de Mineral Point, un ininterrumpido tobogán de 800mt de
desnivel y 40º de inclinación que afrontamos trazando una ruta
casi directa. La nieve es dura, demasiado dura para bajar, pero
perfecta para subir con los crampones puestos. El sol despuntó
por mi espalda, iluminando el paisaje alpino con una luz rosácea,
cálida y alegre que nos animó a proseguir nuestra ascensión.
"En su punto"
A media subida, mientras me detenía a contemplar el arrebatador
paisaje y las pequeñas figuras de mis amigos desperdigadas
a mi alrededor por toda la inmensidad de la pala caí en
lo liberadora y permisiva que es la primavera. Sin duda alguna,
sería absolutamente suicida, por el elevado peligro de aludes y
la dificultad de abrir traza en la profunda nieve, aventurarnos en
este territorio a medio invierno.
De repente aquí estamos, con las montañas convertidas en un
terreno de juego ilimitado gracias a los estabilizadores procesos
de fusión y congelación que tienen lugar en esta época del año.
Lo único que has de tener en cuenta es calcular con cierta precisión,
observando temperaturas, orientación, inclinación, etc, en
qué momento del día la nieve alcanzará su punto óptimo y cuando
dejará de serlo y se convertirá en una argamasa inesquiable
capaz de provocar peligrosos aludes.
De vuelta a la cima de Mineral Point y hacía las diez de la mañana
alguien gritó: “¡La nieve está lista para bajar!” y con la noticia el grupo de pingüinos entró en acción, cómo si uno de ellos hubiera
avistado un banco de sardinas. La espera había terminado
y la inexorable acción solar por fin había iniciado el proceso
de fusión, mágicamente convirtiendo el escudo acorazado de la
cara este en un medio ideal en el que hincar los cantos del esquí
a la vez que ejecutar virajes con un mínimo esfuerzo.
Sin perder tiempo nos apretamos las botas, nos pusimos los esquís
y nos acercamos al borde de la vertiginosa pala. Por más
perfecta que la nieve estuviese, los 45º que la pala tenía en la
cima y el patio que había por debajo, no dejaban de impresionar.
Más que como pingüinos al agua, debo de admitir, entramos en
la pala con la aprehensión y resistencia de bañistas cautelosos,
primero un pie y después el otro, pero una vez metidos en ella y
después de hacer los dos primeros virajes, no mirabas atrás.
Los cremosos 4 ó 5cm que formaban la capa mas superficial del
manto níveo invitaban a dibujar grandes virajes a gran velocidad
en lo que era un acto perfectamente feliz y despreocupado bajo
un cielo azul de película. La introvertida severidad invernal aquí
había dado paso a la extrovertida vitalidad primaveral y todos
bajamos medio desarropados y con una libertad de expresión
total, buscando las irregularidades del terreno, sus concavidades
y resaltes, explorando aristas y canales con la efusión de
niños gozando plenamente de su hora de “patio”. En las zonas
inferiores la nieve ya se había transformado más allá de su punto
ideal, exigiendo más esfuerzo y técnica, pero ya no importaba,
las motos de nieve nos estaban esperando para llevarnos de
vuelta al pueblo.
Otra historia
Visto por detrás en la fina luz del amanecer, la silueta monolítica
de mi amigo Ian es impresionante. Incluso debajo de la ropa de
esquí abultan sus músculos de Conan el Bárbaro. A veces le llamamos
“el pantorrillas” porqué tiene las pantorrillas mas grandes
y musculosas del oeste americano. Los dos habíamos salido a
primera hora de la madrugada con el objetivo de esquiar la imponente
cara oeste de WhiteRock Mountain, una cima de 4000mt
escondida en las rugosidades alpinas que hay entre Crested Butte
y Aspen, sin el uso de las pestilentes y ruidosas motos de
nieve. Iba a ser un día muy largo pero nos motivaba el hecho de
que íbamos a probar suerte en un descenso que solamente unos
pocos habían conseguido.
El plan era alcanzar la cumbre hacia las 10 o las 11 de la mañana,
hora en que habíamos calculado que la nieve se habría
ablandado lo suficiente para ofrecer una bajada segura y agradable
en la canal superior, que tenía unos 250mt de desnivel
con una inclinación de 45º+. Cuatro horas de marcha mas tarde,
después de remontar el salvaje valle de Copper Creek bajo un
sol magnífico y respirando el primaveral olor de los frondosos
abetos, alcanzamos las alturas de la cara oeste, ascendiéndola
con crampones y piolet por la misma ruta que teníamos pensado
bajar. La nieve estaba durísima pero el sol ya había empezado a
calentar y estábamos seguros de que se ablandaría.
Lo que no habíamos tenido en cuenta es que cuando llegamos
a la cumbre, un fresco viento del norte empezó a soplar con persistencia manteniendo la superficie de la nieve demasiado fría
para iniciar el proceso de fusión. Después de pasar dos horas
en la cima bebiendo té, resolviendo los problemas del mundo y
admirando el universo blanco que nos rodeaba a pesar de hallarnos
a mediados de mayo, decidimos que no podíamos esperar
más y que teníamos que probar suerte en la bajada si queríamos
volver al pueblo con la luz del día. Ian se abalanzó al abismo y
derrapando con una estridencia de cantos y hielo que me puso
los pelos de punta se marcó un par de zetas de emergencia que
ni el “Zorro”.
Creo recordar que soltó un gritito de miedo o sorpresa (¡uau!)
que me chocó por provenir de un tío tan grandote. La cosa no
pintaba bien. Adosándose contra unas rocas que habían a un
lado de la canal inicial Ian me llamó con un grito para que bajase,
y yo, con el estómago por corbata porqué sabía que los
cantos apenas si me aguantaban en la nieve cristalizada y tan
dura como las pantorrillas de Ian, bajé como pude hasta él. Una
caída en este punto de la canal hubiera sido un billete seguro,
de ida solo, al “mas allá”. “¡Dios, las cosas que hacemos para
divertirnos!”, pensé yo en voz alta.
Y así, con un miedo visceral y marcando virajes en plan “abuelito
con Parkinson” llegamos hasta la base de la canal, dónde por fin
el ángulo de la pendiente se suavizó. Más resguardada del viento,
aquí la nieve se había transformado y pudimos disfrutar de la
segunda mitad del descenso esquiando como se debe, haciendo
largos virajes de carving hasta el fondo del valle, dónde los dos
nos desplomamos en la nieve como muñecos de trapo con las
piernas hechas polvo a causa del descenso de “alta tensión” vivido
en la cumbre de WhiteRock. Después de saborear el sol y
unas galletas, una vez más pusimos las fijaciones en posición de
“pateo” para volver hasta el pueblo en las últimas luces del día.
Si esta historia tiene una moraleja, es que incluso bien entrada
la primavera, ese extraordinario equilibrio entre hielo y deshielo,
entre sólido y líquido que tanto anhelamos es un proceso frágil y
precario sujeto a las variaciones más sutiles del clima y entorno.
Pero bueno, ése es en parte el gancho y hechizo de la primavera
en la montaña. En un momento dado nos corremos sensorialmente,
bombardeados por la combinación de bienestar climático
y dinamismo cinético que encontramos en esa capa de nieve a
punto de crema, y al otro estamos tiesos de miedo en la acerada
dureza del hielo. Pero a fin de cuentas, lo que prevalece son las
buenas experiencias y de esas nunca faltan en la primavera.
Xavier Fané
www.xavierfane.com