Pedro Millán del Rosario nos envía para su publicación un emotivo recuerdo del tristemente fallecido alpinista madrileño Pedro Holst Nielsen. Pedro Holst pertenecía a ese grupo de montañeros aparentemente “desconocidos” pero con un currículo cuya lectura causa sorpresa. En el enlace del primer párrafo tenéis acceso a un artículo que sobre él y sus actividades escribió en su blog Pedro Millán.
Pedro Holst Nielsen, por Pedro Millán del Rosario
Siempre resulta complicado escribir sobre la marcha repentina de una persona, en especial, si se trata de un amigo. Para ser sincero, no es la primera vez que lo hago y mucho me temo que no será la última. A poco que uno tenga amigos que se dedican a este azaroso negocio de la aventura y el montañismo es hasta cierto punto “normal” que, de vez en cuando, la estadística de la muerte se cobre su precio. Entonces, cuando recibes la noticia te entristeces y reflexionas, pero no te sorprendes, porque sabemos que siempre existen posibilidades -pocas, pero existen- de que las cosas vayan mal. Es parte del “juego”. Sin embargo, ayer me sacudía como un terremoto la noticia de que Pedro Holst Nielsen, montañero madrileño, compañero de escaladas y aventuras en Ecuador y veterano de mil batallas, fallecía en un desafortunado accidente de escalada en el Alto Tajo (Guadalajara), mientras disfrutaba de uno de esos fines de semana que tanto le gustaban, en compañía de sus adorados hijos y otros amigos. Fue su hijo Manuel quien me lo comunicó en un comentario en un artículo que le dediqué a Pedro en el mes de julio. Me sorprendió porque la muerte no le vino en una lejana gran montaña, batallando con interminables laderas nevadas, ni en una frágil avioneta que le llevara a algún remoto campo base o punto de partida para una travesía, sino en un lugar cerca de casa, sin riesgos aparentes, de repente y sin tiempo para despedidas. Me dejó sin palabras. Me gustaría ser capaz de escribir un texto que le hiciera justicia a la calidad humana de este hombre pero la verdad es que no me veo capaz, sin embargo si que quiero decir algunas cosas.
Lamento terriblemente su muerte porque -como siempre pasa con las personas buenas- deja una insondable sensación de vacío entre los que tuvimos la suerte de conocerle y de compartir fugaces instantes de nuestras vidas. Y sobre todo lo siento por sus hijos y por su mujer, Marcela. No puedo ni imaginar la travesía en el desierto que deberán atravesar de ahora en adelante, hasta que el tiempo cicatrice levemente esta enorme cicatriz. Ojalá encontrará palabras sencillas y no tópicos manidos para ayudarles en estos oscuros momentos pero lo único que se me ocurre es recordar a Pedro, lo que contribuye -casi sin querer- a acentuar la sensación de profunda pérdida. De lo que si estoy seguro es que Pedro no desearía ni llantos ni dramas en su despedida; Él -con seguridad- hubiera elegido una fiesta, una buena comida, un buen vino o, al menos, una caja de cervezas bien frías. Y sobre todo, querría que su recuerdo estuviera presidido por las sonrisas, incluso por las carcajadas, nunca empañado por las lágrimas, porque Pedro fue de esas personas afortunadas que supo y pudo disfrutar intensamente de la vida, a la vez que construir una familia, algo que no siempre resulta fácil de conseguir en los tiempos que vivimos.
Recuerdo perfectamente que en Ecuador me contaba que era su tercer viaje al país y sólo había conseguido ascender el Pichincha, una montaña muy sencilla al lado de Quito, que la suben los turistas para sacar fotos, por una pista. Ni el Cotopaxi, ni el Chimborazo (donde estuvimos juntos y casi la palma en una avalancha)… Concluía que, cuando volviera a Madrid, sus amigos montañeros lo llamarían “El Vencedor del Pichincha”, con sorna. Sin embargo, para alguien que formó parte de la única expedición española que ha abierto una vía en el Everest, “La vía española”, la de las Cajas Confederadas, en 1987, por la Cara Norte, sin oxigeno, en la que destacó por su labor organizativa y planificadora, no suponía ningún problema. Pedro en ningún caso escalaba montañas por apuntarse cimas, le encantaba viajar, descubrir paisajes, gentes y sentimientos. De hecho, presumía de la cantidad de sitios de los que se había bajado con su habitual socarronería. Cuando no se sentía a gusto, se retiraba con total tranquilidad y una sempiterna sonrisa. Antonio Ramos Villar, compañero y amigo común, me contaba como en el Monte Mckinley, en Alaska, hace unos años, desapareció de repente y tuvo que ir a buscarlo en Talketna. A cualquier otro Antonio lo hubiera matado, pero a Pedro no… “Con Pedro era imposible enfadarse…” Y esa es una de las mejores definiciones que se me ocurren para él: era un magnifico compañero de viaje, de expedición, un buen amigo de sus amigos y un gran padre. No es fácil ser un buen compañero en la vida, cualquiera que sea la parcela de la que hablemos. La ventaja que tiene la montaña es que las fachadas no duran, las personas se muestran como son: los egoistas y los insolidarios, pero también -y esto es más importante- los buenos compañeros, los desprendidos, los que anteponen la ayuda a los demás sobre el éxito personal. Antes, esta última era la norma común pero los tiempos han cambiado. Pedro era de los de antes, otro motivo para echarlo de menos.
Pedro Holst era español y danés, reunía lo mejor de dos mundos contrapuestos: la alegría de vivir, la espontaneidad y el buen humor junto con el sentido del deber, el orden, buen planificador de viajes y expediciones. Y de casta le viene al galgo, su padre John Holst recorrió el Norte de Groenlandia en la década de los cuarenta. A Pedro le dio tiempo de repetir sus andanzas en el 2004, con Larramendi, en la legendaria Thule, cerrando el círculo que tal vez algún día continuen sus hijos, a los que trató de inculcar su amor por la naturaleza, por la montaña y los valores que la acompañan. Esa fue su mejor expedición y ahí si que hizo cumbre.
Te echaremos de menos, amigo.