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Viaje al fondo de los continentes (I)

"Durante nueve meses hemos recorrido las depresiones más profundas de todos los continentes. Por el camino confirmamos una sospecha: todavía quedan vacíos en los mapas y los atlas. Hemos pisado tierras olvidadas, pero nos han sorprendido aún más las historias y las vidas que encontramos allá. Y volvemos con una lección: las ventanas de nuestra casa son muy estrechas".
 
En Argentina encontramos depresiones más profundas que las que figuran en los mapas. En esta, Salinas de Gualicho, medimos 50 metros bajo el nivel del mar 

Así comienza el relato de su expedición el periodista vasco de 25 años Ander Izaguirre, único integrante del grupo, junto al guía de viajes y explorador Josu Iztueta, de 43, que pudieron visitar los seis puntos más bajos del Planeta.

En su periplo por las mayores depresiones del mundo contaron con la compañía de hasta siete amigos de diversas edades y profesiones. Así, profesores, biólogos, ingenieros, licenciadas en Bellas Artes y fisioterapeutas pudieron disfrutar y conocer los "rincones olvidados de la Tierra", lugares que, como en el caso de la Laguna del Carbón, en América del Sur, ni siquiera aparecen en los mapas...

"PANGEA, VIAJE AL FONDO DE LOS CONTINENTES"

"Cuando parece que casi todas las expediciones miran hacia arriba, hacia las cumbres más altas, nosotros nos propusimos lo contrario: conocer el punto más bajo de cada continente. Bautizamos el proyecto con el nombre de "Pangea, viaje al fondo de los continentes". Cargamos las mochilas con herramientas para estudiar esas depresiones (altímetros, barómetros, termómetros, GPS...) y en otros bolsillos llevamos cuadernos y mucha curiosidad por conocer a las personas que se han adaptado a vivir en esos entornos, a menudo desérticos. Pero nuestra brújula principal ha sido una cita del antropólogo y explorador noruego Thor Heyerdahl: "Es un error pensar que todo está ya en los libros. Este planeta maravilloso aún esconde muchas cosas desconocidas".

 
La carretera desciende hacia la depresión del mar Muerto, la más profunda del planeta con sus 411 metros bajo el nivel de los océanos 

En la tercera etapa de nuestro viaje, encontramos en la Patagonia una de esas tierras olvidadas. Según los mapas y los atlas más prestigiosos, el punto más bajo de América del Sur se encuentra en las Salinas Grandes de la Península Valdés (Argentina, -40 metros). Visitamos esta depresión y la medimos. Después, seguimos viaje hacia el sur de la Patagonia, donde sospechábamos que existía una depresión mucho más profunda que no aparece en los mapas: el Gran Bajo de San Julián, una región misteriosa de la que tuvimos noticia por un mapa editado en Canadá. En Buenos Aires, el Instituto Geográfico Militar nos corroboró la existencia de esa tierra situada bajo el nivel del mar. Para aclarar las dudas, entramos a la estepa desolada del Gran Bajo de San Julián y allí, en el punto más bajo, encontramos la Laguna del Carbón, situada 105 metros por debajo del nivel de los océanos. En esta laguna culmina, sin ninguna duda, la depresión más profunda de América del Sur, incluso de toda América, aunque los californianos reclamen ese título para la depresión del Valle de la Muerte (-86 metros).

"Hemos tomado treinta vuelos, recorrido cuarenta mil kilómetros por tierra, disparado cerca de diez mil veces nuestras cámaras fotográficas, hemos vuelto a casa con más de doscientos libros... y todo esto apenas basta para traernos un pedazo de cada continente".
Los viajeros de antaño nos marcaron el camino. Hace unos siglos, los exploradores ponían rumbo a las "terras incógnitas", a las regiones en blanco de los mapas. En pleno 2001, mientras las sondas espaciales topografían Marte, aún quedan vacíos en los atlas de la Tierra. Nosotros no descubrimos la Laguna del Carbón: el Instituto Geográfico Militar argentino ya la había medido con precisión, pero conviene recordar que todavía nos esperan regiones olvidadas en nuestro planeta. El mapa perfecto está lejos de completarse... para felicidad de los viajeros.

 
Vash Farid, un minero iraní que busca ópalo en las tripas del desierto australiano y fabrica sus propios explosivos. Las galerías subterráneas se extienden miles de kilómetros 

“Es un error pensar que todo está ya en los libros. Este planeta maravilloso aún esconde muchas cosas desconocidas” Thor Heyerdahl.
En nuestra escala modesta, hemos viajado a las profundidades físicas de los continentes y también nos hemos sumergido en las profundidades de los pueblos y las historias que viven en esos escenarios remotos. Los ojos de los participantes de la expedición Pangea han mirado los continentes con cristales muy variados: la biología, la geografía, la historia, las artes, las costumbres... Hemos tomado treinta vuelos, hemos recorrido cuarenta mil kilómetros por tierra, hemos disparado cerca de diez mil veces nuestras cámaras fotográficas, hemos vuelto a casa con más de doscientos libros... y todo esto apenas basta para traernos un pedazo de cada continente.

Eso sí, nos han tocado los pedazos más calientes de los continentes. Durante nueve meses nos hemos achicharrado en los desiertos de todo el planeta: el Valle de la Muerte, el interior desolado de Australia, las arenas de Jordania y las piedras ardientes de Yibuti... Hemos encontrado casi todas las depresiones en regiones muy calientes y muy secas, en tierras que pasan meses -a veces, años- sin chupar una gota de lluvia. En Yibuti, el país más caluroso del planeta, medimos 48 grados a la sombra... y al sol se nos estropeó el termómetro digital: la pantalla se fundió en negro porque le daba vértigo subir más allá de los 59,9 grados que fue capaz de resistir.

Hemos aprendido que el desierto tiene mil caras -dunas de arena, salares, regiones volcánicas de basalto, lagos salados...-, hemos admirado las adaptaciones de las plantas y los animales -acacias, cactus, árboles de Josué, serpientes, coyotes, varanos, burros salvajes, camellos...-; pero, sobre todo, nos han sorprendido las manera de vivir que han inventado los hombres y las mujeres del desierto. Son vidas incógnitas en las tierras incógnitas...

 
Lago Eyre (-15 metros), una costra de sal del tamaño de Navarra 

VIDAS OLVIDADAS

La última etapa de nuestro viaje nos llevó a Yibuti, un pequeño país africano situado entre Etiopía, Eritrea y Somalia. Yibuti es roca, arena y sal, no cultiva ni produce nada, sufre las temperaturas medias más altas del mundo y ha padecido sequías desastrosas que en la década de los 80 mataron a cientos de personas. Un refrán de la tribu issa afirma que hasta los chacales hacen testamento antes de entrar en Yibuti.

"Hora a hora, seguimos el trote diario de esta monja. Nos acogió en su casa y nunca nos preguntó qué hacíamos en Yibuti...Sor Luisa lleva seis años en este rincón de África por su propia voluntad, y resultaría ridículo empezar a explicarle nuestra historia de continentes y depresiones. Y Sor Luisa sólo es un ejemplo de los motivos que existen para viajar."
En el país apenas crece ninguna planta y los yibutinos importan casi todo lo que comen y lo que beben, desde Etiopía, Yemen o Francia. Miseria africana a precios parisinos. Los nómadas viven en el puro desierto, a la sombra de una acacia solitaria, con seis cabras y cuatro camellos. Todos los días caminan durante un par de horas hasta el pozo más cercano, cargan a sus espaldas bidones de veinte litros y regresan. En la ciudad, familias con una decena de hijos se hacinan en chabolas apuntaladas con tablas, cartones y uralita, en los calles de tierra apestan los charcos de agua negra estancada, una sopa ideal para cultivar dengue y otras porquerías. Uno de cada cinco niños muere al poco de nacer; un adulto de cincuenta años parece ya un anciano, desdentado, tuerto o cojo, con los días contados -la esperanza de vida para los hombres se sitúa en 49,01 años, con ese retintín del 0,01 que recuerda a una condena: 49 años y un día-. En las listas que miden el nivel de vida de las naciones, Yibuti siempre merodea el farolillo rojo.

Por si fuera poco, el país acaba de cerrar una guerra civil entre los afares y los issas, las dos etnias principales. Gracias a la guerra, por la calle se ve a docenas de cojos y mancos; gracias a la guerra, ya no se ve -la derruyeron las bombas- la única planta embotelladora de agua que existía en Yibuti.

Sor Luisa entró en Yibuti hace seis años, pero no escribe testamentos. Escribe proyectos. Esta monja colombiana vive en la aldea de Randa, entre cuatro mil afares, y de las ruinas de la guerra ha levantado un hospital. Ahora atiende los partos, lucha contra las mutilaciones sexuales que sufren las chicas afares, reparte anticonceptivos a las mujeres que son madres una docena de veces, en su comedor da de comer al menos una vez a los niños de la aldea, trabaja en los pozos, busca agua, organiza fiestas, vacuna, cura, aconseja, y, de vez en cuando, riñe con el presidente de Yibuti para pedirle más ayuda.

"Al lado de estas vidas que nos hemos topado en los rincones olvidados del planeta, nuestro proyecto nos ha parecido un simple capricho".
Hora a hora, seguimos el trote diario de esta monja, y nos impresionaron su fuerza, sus ganas y su humor. Nos acogió en su casa y nunca nos preguntó qué hacíamos en Yibuti. Mejor así. Sor Luisa lleva seis años en este rincón podrido de África por su propia voluntad, y resultaría ridículo empezar a explicarle nuestra historia de continentes y depresiones. Y Sor Luisa sólo es un ejemplo de los motivos tan variados que existen para viajar.

 
Ander Izaguirre, autor del reportaje, frente a las Torres del Paine (Patagonia chilena) 

Vash Farid tuvo que huir de su Irán natal porque profesaba la religión baha"i. Ahora trabaja en las tripas del desierto australiano, buscando el gran pedazo de ópalo que saque de este infierno a su esposa y sus cuatro hijas. En el entorno de Farid, las familias pasan los días aisladas en el enorme vacío australiano, a cientos de kilómetros del pueblo más cercano: el doctor llega en avioneta a los ranchos, con los amigos se habla por internet, los niños reciben clase por radio tres veces a la semana.

Hace 42 años, Javier Iriondo salió de Legorreta (Guipúzcoa), se despidió para siempre de su familia y viajó en barco durante dos meses hasta Australia. En las Antípodas, cortó caña de azúcar, recogió las cosechas de tabaco, taló bosques, condujo su camión durante miles de kilómetros. Ahora, ya jubilado, ve cómo sus hijos han enraizado en el país y a él se le han quedado en el reverso del mundo sus parientes, sus paisajes y el caserío Domingotegi.

Al rumano Peter Culici le pusieron una pistola en la sien para que dejara su fábrica de acero en manos del gobierno comunista. Cuando plantó viñedos en California para iniciar su nueva vida, se los gasearon con napalm porque era extranjero.

Los pastores vascos de Wyoming y Nevada lloraban de soledad, como confiesa Dionisio Txoperena, y grababan sus gritos a cuchilladas en las cortezas de los álamos, que ahora se conservan en los museos de la diáspora.

 
Dormimos en las tiendas de dos familias beduinas, que nos acogieron en el desierto 

Laura sólo vuelve a su casa tres veces al año desde la Escuela 564. Esta escuela sin nombre sobrevive en Colonia Pellegrini, una aldea perdida en el norte miserable de Argentina. Laura sabe muy bien por qué acuden a clase sus alumnos: porque en la escuela pueden comer y porque en su casa reciben las palizas de padres parados, frustrados y alcohólicos. En Argentina, la educación es obligatoria hasta los catorce años, pero a la Escuela 564 no llega el dinero público: los niños dejan los libros a los doce años y se enfrentan a un futuro sin esperanza.

A nuestro viaje le han llamado "aventura", y nosotros así lo creímos, pero al lado de estas vidas que nos hemos topado en los rincones olvidados del planeta, nuestro proyecto nos ha parecido un simple capricho. Hemos seguido la ruta que nos ha marcado la curiosidad, a sabiendas siempre de que teníamos despejado el camino de regreso a casa. Por eso sentimos un poco de vergüenza al lado de Sor Luisa.

"intentamos convercernos de que el proyecto Pangea sirve, al menos, para aprender una lección: las ventanas de nuestra casa son demasiado estrechas para ver las tierras incógnitas y esas vidas que las pueblan.“
Y por eso hemos sentido un poco de vergüenza al regresar. Aquí, nuestro modo de vida más básico incluye privilegios impensables para mucha gente, y además nos dedicamos a dar lustre a nuestro ombligo. Cuando nos acordamos de Sor Luisa, Vash Farid o Javier Iriondo, intentamos convencernos de que el proyecto Pangea sirve, al menos, para aprender una lección: las ventanas de nuestra casa son demasiado estrechas para ver las tierras incógnitas y esas vidas que las pueblan. "

Ander Izaguirre

La próxima semana publicaremos en las páginas virtuales de barrabes.com el relato de Ander sobre sus tres primeros destinos, tan distantes entre si como fascinantes: el Valle de la Muerte, en Estados Unidos, el enorme y australiano Lago Eyre, hundido 15 metros bajo el nivel del mar "una costra de sal del tamaño de Navarra" y el Gran Bajo San Julián, escondido a menos 105 metros en la inhóspita Patagonia.

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